Nos pasamos la vida teniendo esperanzas, albergando sueños bajo un
manto de positividad, esforzándonos por ser mejores e intentando conseguir
aquello que pensamos que nos hará más felices.
Pero llega un día en el que
luchar parece que no significa nada más que perder el tiempo. Y ante
esto, ¿qué se puede hacer? ¿Qué hacer cuando uno piensa que no se puede hacer
nada? Desesperar siempre es una opción, tirar la toalla más bien una tragedia,
pero caer en el conformismo propio significa perder definitivamente la guerra.
Nos han hecho creer que siempre hay que tener una opción para
hacer algo mas, para un “no pasa nada, yo puedo con esto”, para encontrar en el
último momento la salida. Y no funciona, y los días pasan y no encuentras la
solución.
Por un momento, por un instante, escuchas el crujir de la realidad
y te das cuenta que lo único que cabe es esperar, porque esa luz que alumbra el
camino parece haberse escondido para hacerte sufrir un rato, y te descolocas
y dejas a un lado lo cotidiano y ya nada tiene el mismo sentido.
Una espera que no supone echarse a dormir mientras la angustia te
consume, sino que se convierte en parte esencial del ser humano, del de aquí o
del de allí, del de ayer y del de hoy. Si la espera se hace muy larga nos
arrepentimos de habernos sentado a mirar como nos visitaba la vida, la nuestra
o la de los demás, porque esa espera se convierte en un sin vivir, nos hace
sentirnos insignificantes o pequeños. Pero la espera también nos hace libres,
porque durante ese momento dejamos de centrarnos en nuestra autocompasión de
capa y espada y nos acercamos a lo verdaderamente somos, seres humanos.
Personas frágiles, vulnerables, y no por eso débiles e incapaces.
Pero todo lo que empieza acaba, y hasta el dolor se agrieta; una
grieta por donde la luz entra, como bien escribiría Cohen en su precioso poema
“Anthem”. Y ya nada hace tanto daño, se renueva la esperanza y todo continua,
incluso se hace nuevo. Y nos hacemos más fuertes y agarramos de nuevo las
riendas de nuestras vidas. Todo se vuelve más nuestro, nos cambia y hasta nos reconcilia
con nosotros mismos y con quienes somos en realidad. ¿Es un ejercicio de fe?
Cuándo no, porque mientras la alegría y la tristeza sigan invadiéndonos sin
invitación previa, habrá motivos para seguir sintiéndonos vivos entre el cielo
y la tierra.
Palmira Blanco
No hay comentarios:
Publicar un comentario